Allí estaba el joven Braham, de siete años, de espaldas a la esquina, con el corazón que se le salía del pecho. Se sujetaba las manos fuertemente detrás de la espalda, clavándose las uñas en las palmas. Sus ojos ardían con lágrimas no derramadas.
Había llegado el chamán y estaba inclinado sobre el lecho del enfermo, preparando a Borje, el Cazador del Sol, el padre de Braham, para su último viaje. La tranquila canción del chamán se alzaba y descendía al compás, para luego pasar a un contrapunto con la cambiante luz del fuego. Desprendía un olor a hojas perennes y las cuentas de hueso de su barba tintineaban al chocar cuando movía sus finos labios.
—Braham… —dijo Borje con voz ronca desde su cama, tras lo cual el chamán retrocedió hasta un rincón alejado con la suavidad de la niebla en una mañana gris.
Braham se irguió, pero titubeó por un momento. No quería acercarse más, no quería ver a su padre en ese estado, y tenía miedo de todo lo que aquello significaba.
Borje giró la palma hacia arriba y extendió sus dedos gruesos y gastados.
—Ven aquí.
Los pies desnudos de Braham cruzaron silenciosamente el suelo de pino hasta situarse junto a la cama cubierta de piel. Hizo todo lo posible por que no se le quebrara la voz mientras decía: “Estoy aquí”. Puso su pequeña mano sobre el brazo de su padre.
Su piel destacaba marcadamente frente al tono más oscuro de su padre. Le habían dicho que era una mezcla de luz y oscuridad: su madre tenía una piel nívea y su padre del color de un oso pardo. A Braham nunca le había molestado, hasta ese momento, en que deseó más que nada en el mundo poder mezclarse más fácilmente con su padre, ser más como él, el gran guerrero, el héroe legendario, el héroe de Braham, que yacía frágil y moribundo en su lecho de muerte. Puede que aquella fuera la primera vez que Braham sentía rabia hacia la desconocida que para él era su madre por haberlo hecho menos parecido a su padre.
—El Lobo viene a por mí —dijo Borje—. Y debo acompañarlo a la Niebla. ¿Entiendes lo que esto significa?
La garganta de Braham se tensó dolorosamente, por lo que no pudo más que asentir con la cabeza.
—Tú… —Borje se estremeció con un ataque de tos.
Braham apretó el brazo de su padre, como si pudiera compartir con él la fuerza propia de un crío de siete años.
—Te quedarás aquí en Paraje de Roca —continuó Borje cuando su cuerpo se hubo calmado—. Te refugiarás en la Finca de Rugnar con Yngvi y Brynhildr. Tu lomo fuerte y tus dientes afilados los protegerán. Ahora son tu manada.
Braham sintió debilidad en sus piernas y se inclinó pesadamente sobre la cama.
Borje alargó un brazo y atrajo a Braham a la cama, a su lado. Braham se tumbó como cuando era un cachorro, acurrucado contra el calor ardiente del cuerpo de su padre. Las lágrimas que tanto le había costado contener se derramaron en las pieles donde hundió su rostro, y Borje lo atrajo hacia él con su brazo.
—Tu madre se llama Eir Stegalkin. No lo olvides, pero te digo lo mismo que a Yngvi y a Brynhildr. Tu madre no debe saber que me he ido. Lo prohíbo. Es capaz de lograr grandes cosas, como tú. No debe sentirse tentada a apartarse de su camino. El Lobo camina a su lado. Pero no debes preocuparte. Él camina a tu lado también, hijo mío. Nunca lo olvides.
El silencio que siguió solo fue interrumpido por el crepitar del fuego y el ruido ocasional de las cuentas del chamán. Braham se quedó dormido junto a su padre y se despertó cuando alguien lo levantó de la cama para llevárselo. Su padre se había ido con el Lobo.