En la MomoCon de este año, los miembros del equipo narrativo presidieron un panel en el que explicaron los fundamentos del diseño narrativo en Guild Wars 2. Con la colaboración del público, crearon un concepto básico para Vikki y su moa, Momo, a los que podéis conocer con mayor profundidad en los capítulos uno, dos y tres de su historia.
El crepúsculo ya había caído para cuando cruzamos la frontera krytense, lo que frustró mis planes de dejar que Momo correteara por ahí un rato. También implicó que llegáramos hasta Shaemoor sin darnos cuenta de que algo se escurría entre los árboles detrás de nosotros.
Me agaché en el camino para darle una manzana a Momo y aproveché la ocasión para echar un vistazo alrededor. Al no ver nada, me puse a mirar a Momo. Tras destrozar su aperitivo, silbó y se agitó nerviosamente. Sea lo que sea lo que había ahí detrás dejó de moverse cuando nosotras lo hicimos.
Quería pensar que solo nos habíamos asustado por la festividad. Se supone que Arco del León es el sitio al que el espíritu del rey Oswald Thorn regresa cada año para aparecerse en Kryta, pero el resto del reino también estaba de ese humor. Habíamos pasado por espantapájaros con cabezas de calabaza podridas por el camino, habíamos visto a gente con disfraces raros deambulando por los campos y me habían dado un folleto para un espectáculo de Halloween. “No toques las puertas de desconocidos”, me advirtió un tabernero. “Podrían aparecer de repente en cualquier parte”.
Pero había muchas cosas de las que asustarse en la campiña krytense en cualquier época del año. Como de los skelks. O los bandidos. Le metí prisa a Momo.
Un explorador me señaló hacia un rancho de moas. Era muy pequeño, pero sus aves parecían estar de buen humor y el personal las estaba devolviendo al redil cuando llegamos Momo y yo. Mepi, el dueño del rancho, se detuvo a hablar conmigo en la puerta. Le expliqué por qué habíamos venido y me disculpé por llegar tan tarde.
“Le echaré un vistazo por la mañana”, dijo Mepi. “¿Tenéis algún sitio en el que quedaros?”.
“No”, admití.
“Bueno, ¿por qué no entráis? No es nada del otro mundo, pero al menos tendréis un techo. Sacaremos el colchón de paja y tú podrás comer con Cassie y conmigo”.
Era una oferta muy generosa. Los rancheros krytenses no tenían gran cosa, salvo aquello que ellos mismos hacían, y yo era una desconocida. Con todo, la idea de pasar la noche allí me indispuso un poco. ¿Qué podría decir si intentaran hacer algo amable por mí para ser educada? ¿Y si cometía un error y hacía un desastre en su casa? ¿Y si servían carne de moa para cenar?
“Es muy amable por tu parte, pero Momo se pone nerviosa en lugares nuevos”. Me sujeté las manos para mantenerlas firmes. “¿Supondría mucho problema que me quedara con ella en el establo?”.
Mepi se frotó el mentón. “No lo sé. Hemos tenido muchos problemas con los bandidos, aunque últimamente no salen mucho de noche. Es esa época del año… pero supongo que, mientras estés con los moas, no te pasará nada”.
“¿Qué quieres decir?”, pregunté.
“Basta con que no os mováis de allí”. Mepi se encaminó hacia su casa. “Te traeré una manta.”
Me eché la manta sobre los hombros y me hice un huequecito en el establo con Momo. Se revolvió un poco, me acicaló el pelo y, luego, se acurrucó en torno a mí. Me recosté sobre ella. No hace nada mal de almohada… Luego, apoyé los pies en la mochila.
Algo rebotó en mi regazo, lo que me sacudió enseguida. Unos ojos verdes brillantes me observaban, unas pequeñas zarpas me presionaban el estómago y un ronroneo me acariciaba los oídos. “Oh”, exhalé. “Pero si solo eres un gatito…”.
El gatito negro me acarició el mentón con el hocico y se buscó un hueco entre mis piernas. Momo abrió un ojo solo para mostrar su total ausencia de sorpresa y me volví a relajar. No estaba nada mal. La hierba desprendía un olor dulce, los moas gorjeaban alegremente no muy lejos de nosotras y las ventanas de la casa de Mepi brillaban con una suave luz dorada. Había dormido en sitios mucho peores durante la universidad.
Con una mano bajo el mentón del gato, cerré los ojos.
Soñé que me caía por un cielo estrellado y, debajo, se arremolinaba un miasma verde. Cuando se rompió, estaba al aire libre. Debajo de mí se extendían un paisaje vasto y retorcido de roca negra, árboles combados y estériles y fuegos extraños. Una senda rota se abría paso hasta un cementerio con un mausoleo solitario, que se alzaba sobre una aguja de piedra, en el centro. Oí risas y gritos y, según me iba acercando a toda velocidad, vi que el laberinto estaba lleno de gente. Todos corrían, luchaban y bailaban por ahí. Bueno, no solo gente… También criaturas. Por encima de todo ese caos, la luna acechaba con una sonrisa.
Cerré bien los ojos. Cuando los abrí, me hallaba sobre un acantilado oteando el laberinto. Más gente se arremolinaba en torno a mí, entrando y saliendo de una puerta que se abría al vacío estelar. Eran terroríficos y un poco irreales: una humana con un vestido de terciopelo encorsetado; un sylvari con cuernos y alas de murciélago correosas y enormes; otro asura que llevaba una fogosa máscara de cabeza de calabaza… Todos llevaban armas. Algunos caminaban hasta el borde del acantilado, se quedaban sobre un sello y desaparecían con una ráfaga de viento.
Momo estaba cerca, examinando una gran jícara. Justo cuando me dirigía hacia ella, una voz brusca dijo: “Vaya, vaya. ¿Qué será?”.
Me di media vuelta. Sobre una plataforma pétrea elevada junto al borde del acantilado se encontraba un charr apoyado en un báculo. Estaba vestido con un sudario deteriorado, con los ojos vendados, cubierto de cadenas y con los cuernos aserrados. O al menos, parecía un charr… Su cola brillaba como un ascua encendida.
“¿Yo?”, chillé.
El charr extendió su báculo. Una linterna verde brillante sujetada por una mano esquelética oscilaba en el extremo. “Tú. ¿Puedes escalar la torre del reloj? ¿Te interesaría unirte al desfile de muerte del laberinto?”.
Me protegí los ojos y recuperé la voz. “Ni lo uno ni lo otro, la verdad”.
Se puso a cuatro patas, estiró su larguísimo cuello hacia mí y olfateó. “¿No sientes ni un poquito de curiosidad?”.
El laberinto era demasiado grande y había demasiados gritos y risas. Toda la gente que transitaba por allí era peligrosa y poderosa. Me sentí totalmente perdida.
“No, gracias”. Me froté los brazos. “Solo me gustaría volver al lugar del que he venido”.
El charr me enseñó los dientes. “Corre, pues”, exclamó. “Corre hacia el lugar del que partiste”.
Hui hacia la puerta y arrastré a Momo conmigo. De haber tenido suficiente fuerza, la habría llevado a cuestas. Esta vez, cuando me caí en la noche estrellada, solo sentí alivio.
Cuando me desperté, mi corazón seguía acelerado. El gato se había ido y, ahora, tenía frío en las piernas. Momo se quedó dormida rápido, como el resto de los moas. No escuché ni pío. Me quedé muy quieta e intenté tranquilizarme.
Me centré tanto en autoconvencerme de que mi imaginación estaba trabajando de más que no podía creer lo que veían mis ojos cuando un trozo de sombra se desprendió de la pared trasera del establo y se arrastró hacia mí.
Eso no está pasando, pensé, mientras fingía respirar con normalidad. No está pasando.
Algo me levantó el pie. Oí un tintineo y el más suave de los crujidos.
Algo se movía dentro de mi mochila.